El Arrebato

Periodismo desde las Entrañas

Una carta de amor para Mon Laferte

Por: Hugo Pérez Torrejón

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“Monserrat Bustamante, opción 5”, decía la voz en off de Jaime Davagnino, que sonaba como un eco del maestro de ceremonias, Rafael Araneda, que en ese tiempo usaba una melena juguetona y se le notaban las imperfecciones en su dentadura. Ahí aparecías tú, con tu cabello rojo, cejas delgadas y sonrisa luminosa. Te estaban mandando a capilla, ese lugar infame desde donde saldría el nuevo eliminado del show, que le estaba haciendo competencia a Mekano y el six-pack abdominal aceitado de Fabricio Vasconcello. “Dios sabe por qué hace las cosas”, decías. Y si ese viejo ficticio existiera realmente, sería el mejor de los guionistas.

En el inmenso mar de estereotipos y caricaturas que es la televisión, tú eras la niña esforzada que luchaba en la capital por ganarle a la vida. Debías tomar la posta de Palmenia Pizarro. Recuerdo que un día la conociste y te aconsejó “cuando cantes bolero, piensa en un hombre. Cuando estés grabando, piensa en un hombre que te atraiga”, porque tu voz tiene esa rabia y la congoja del despecho. Quienes han vivido felices, aquellos que nacieron en cuna de oro y los que nunca se han cagado de hambre, no pueden cantar así. Imitabas a Palmenia y calzaba justo: una provinciana que salta desde un bar porteño de mala muerte al programa de talentos más importante del país. Pero tú no eres porteña, eres de Viña. Esa ciudad con aires de grandeza, tan permisiva con la burguesía que hasta tiene un casino donde las viejas del centro juegan a las máquinas con los pañales puestos, meando y cagando en el mismo asiento. Y nosotros, los del cerro, donde está la mayor cantidad de campamentos de Chile, sin luz ni agua potable, agradeciendo el único beneficio que hace de esta, una ciudad con la mejor calidad de vida del país: en veinte minutos tomamos cualquier micro y estamos en el centro.

Te fuiste de aquí. Arrancaste justo antes que el barco empezara a hundirse. Poco a poco, la televisión empezó a importar menos, hasta ahora, donde lo único atrayente de un Festival que agarró vuelo en Dictadura, eres tú. Adoptaste a México como patria. No te fuiste solo porque Chile te quedó chico, o a buscar un mercado más grande. Te fuiste a la patria que escogiste y que te dio todo lo que esta no supo darte. Chile es una fábrica de apátridas rabiosos. Gabriela Mistral, Pedro Lemebel, Roberto Matta, Violeta Parra. Gente que nace aquí, pero no es profeta en su tierra, entonces la odia con justa razón, o la mira con distancia, pero ama a sus amigos y familia, que viven en ella. ¿Será que eso es la patria? ¿O este simplemente es un país imposible de transformar y uno termina aburriéndose?

Ayer hiciste Historia, en mayúsculas. El rumor dice que estabas volada. Como todo lo demás, qué importa, si ocupaste ocho minutos que en televisión se hacen eternos, para confesarnos que tienes miedo. Quizás no de los pacos y su ignorancia, pero sí de las mutilaciones oculares, de las violaciones, de las lacrimógenas en la cabeza, de un Estado dirigido por un tirano déspota que manda a las fuerzas de orden a aniquilar a su propio pueblo con la saña del fascismo y el odio de clase. Eso eres tú, Mon, pura conciencia de clase. “No estás sola”, te gritaban.

Amo tu piel de porcelana y tus rasgos mestizos. Tu energía revolucionaria que refrescó mi pantalla mostrando cuerpos imperfectos y morenos de mujeres chilenas, de las que se ven cuando vamos a eso de las 6 de la tarde a comprar pan batido en la panadería del barrio. La entrega de tu canto, el desgarro de tus cuerdas vocales que lo dan todo, `con todo si no pa qué`, como nosotros, hasta que valga la pena vivir. Aun cuando ahora tus manos acarician una Gibson, no puedo evitar imaginarte en la quinta de recreo que está en el límite entre Achupallas y Gómez Carreño, a un costado de la feria del Caupolicán, tocando una guitarra con cuerdas sin cambiar desde hace dos años, con tus dedos hechos para el blues, la música de los oprimidos.

Gracias por tomarte el escenario cedido a los canales capitalinos. Como viñamarino, habitante de la otra cara de la Ciudad Jardín, mi corazón se agiganta con tu nombre. Eres “la Piaf de Gómez Carreño”, como dijo Jorge Coulon.

Orgullo de tu pueblo. No cambies nunca.

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