El Arrebato

Periodismo desde las Entrañas

Réquiem para Anita González

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Por Hugo Pérez

Han pasado cuatro días desde la última vez que la vi en una pantalla, en un programa en honor a Pedro Lemebel. “Respecto a Derechos Humanos, no tenía ni tantito así de maricón. Todo un hombre, todo un luchador contra lo que estaba pasando con Pinochet”, decía Ana González de Recabarren sobre el artista. Después, la vi en otro réquiem, el del Cardenal Raúl Silva Henríquez, diciendo “nunca la iglesia había estado tan llena de pueblo”. Mi reacción siempre fue la misma: llevar las manos frente a mi rostro y aplaudir incesantemente, como un niño cuando ve algo que admira. Eso era Ana González para mí, la mujer más admirable y bella, La Pasionaria chilena, producto del Chile más negro, triste y amargo.

Siempre la quise conocer en persona. Una amiga la entrevistó para su tesis y ella solo aceptó la entrevista por tratarse de una estudiante de la Universidad de Playa Ancha. Anita fue pueblo siempre, una mujer nacida en Tocopilla, cuya única foto con toda su familia, fue tomada un día que un fotógrafo pasaba por fuera de su casa, haciendo fotografías a bajo costo.

Hoy pienso en los suyos, los que están y los que faltan. El 29 de abril de 1976, agentes de la DINA capturaron a sus dos hijos, Manuel Guillermo (21), Luis Emilio (29), dirigente sindical de la Universidad Técnica del Estado y a su compañera, Nalvia Rosa Mena (21), embarazada de tres meses al momento de la detención. Todo esto en presencia de su nieto, el Puntito, que llegó llorando a su casa, acusando el hecho. Al día siguiente, Ana vio a su compañero Manuel Recabarren Rojas (51) salir por última vez. Fue a preguntar, a conseguir una pista de sus hijos y nuera, pero no volvió.

Recuerdo que una vez la vi, otra vez en la pantalla, entrevistada en un late, fumando un cigarro. “¡Oh, pero si no se puede fumar en la tele!”, pensé. Iluso yo, que pensé que Anita iba a obedecer, la mujer que se organizó para buscar a su gente y a todos quienes habían desaparecido, cuando organizarse era un delito.

En una de las últimas entrevistas de Anita, concedida al diario El País, declaró “Chile está como lo pensó Pinochet. Cuando dicen “le ganamos a Pinochet”… Pienso que no es verdad. No le ganamos. Seguimos divididos y los luchadores de antes se recogieron a sus casas. Para eso fue la dictadura: para silenciar al pueblo que había ganado su libertad. Pero confío en los jóvenes de hoy. Salen a las calles a protestar y eso significa que vamos bien”. Lucidez total. Esta declaración la retrata de cuerpo entero: ella era una luchadora social. Le habían dado golpes duros, unos cuantos tiros de gracia, pero jamás le quitaron las ganas de luchar. Llegó a ser díscola de la organización que ella misma fundó, la Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos, alejándose de quienes iniciaron aventuras electorales.

Este país de mierda no le devolvió a los suyos. Nunca hicimos posible que Anita abriera nuevamente el portón de su casa en San Miguel, cerrado desde ese 29 de abril de 1976, esperando a que llegaran en cualquier forma. Vivos, muertos, noticias sobre su paradero o sus restos, qué importaba, si lo importante era saber. Porque ni los más bárbaros tuvieron tanta prepotencia en la victoria, como para no entregar los restos de los vencidos a sus deudos. Sí, aquí hubo vencedores y vencidos, un aplastamiento a un pueblo sin armas para defenderse de la tiranía. Nunca debemos perder de vista que nuestros luchadores sociales fueron asesinados por eso, saquémoslos de los muros y retratos y devolvámoslos a la calle.

Anita, la mujer de los surcos en el rostro, tótem de dignidad del pueblo de Chile, irreverente incluso estando detenida, díscola ante lo propio, inagotable articuladora por la defensa de los Derechos Humanos: gracias por todo. El día en que un nuevo país sea construido, será contigo y los tuyos adentro. Todo se va a abrir, los secretos militares, tu portón, las alamedas. Y nadie nos va a echar.

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